Monday, December 20, 2004

¿Por qué temen a la Iglesia?

En los últimos tiempos se vive una creciente animosidad social contra la Iglesia como institución y contra los valores que ésta defiende. Algunos hablan incluso de cruzada, de nueva persecución, de conspiración contra los valores cristianos. Tal vez sea excesivo hablar en estos términos, pero es innegable que muchos factores en el ambiente están confluyendo para atacar y desmoronar las escalas de valores que la Iglesia y el Cristianismo en general han sostenido durante mucho tiempo.

Para la Iglesia, sin embargo, que nació perseguida y como grupo marginal dentro del pueblo judío, esta situación de persecución y hostilidad no debe causar alarma ni temor. “Temed más a los que matan el espíritu”, nos recuerda el Evangelio. Si el espíritu que anima la Iglesia está vivo, y ciertamente lo está, las adversidades no pueden ser más que una gran oportunidad para fortalecer, depurar y poner a prueba la autenticidad de nuestra fe. Tal vez durante muchos años, por razones históricas diversas, la fe cristiana se ha entremezclado demasiado con otros aspectos culturales y paganos que han diluido su esencia. Tal vez ahora vemos claramente las consecuencias de aceptar una rebaja en la exigencia espiritual del cristianismo, y de convertir la fe en algo oficial, rutinario y ritualizado. Ahora tenemos la gran oportunidad de vivir nuestra fe en el día a día, con pasión y coherencia.

Ante los ataques, algunos evidentes y otros velados, que se producen contra la Iglesia, cabe preguntarse: ¿de qué tienen miedo los que promueven estas campañas? ¿Por qué la Iglesia causa temor? Hoy la Iglesia no es una institución temible, ligada a gobiernos autoritarios y que ataque la libertad de conciencia. Si somos fieles a la historia y a la realidad actual, la Iglesia hoy ofrece un gran servicio a la sociedad y es tan plural y tolerante, a pesar de todo, que no supone riesgo alguno para los grupos ideológicos del momento. La Iglesia asume humildemente la deserción de practicantes, la disminución de donativos, las penurias económicas, su marginación en la educación y en los medios de comunicación... Hoy, ser cristiano practicante parece no ser motivo de orgullo para muchas personas. ¿Qué temen quienes promueven tantas campañas contra la Iglesia?

Pienso que tal vez temen que la Iglesia, a pesar de todo, sigue siendo un gran referente moral y un elemento que despierta las conciencias. La Iglesia promueve el pensamiento crítico, la educación, los valores humanos. Fomenta una ética de máximos, y no de mínimos o de “males menores”. Para la Iglesia la persona es tan importante que, más allá de ser ciudadano o individuo, se convierte en sagrada y divina, semejante a Dios. Aboga por seres humanos capaces de pensar y de ir a contracorriente de las tendencias mercantilistas del momento. Y esto no interesa a quienes desean que la población sea una masa poco formada, manipulable y sin criterio. Pienso que éste puede ser el principal motivo de temor de quienes atacan a la Iglesia: que forme personas con conciencia capaces de oponerse a los intereses económicos y políticos de grupos poderosos que necesitan grandes multitudes de consumidores o votantes inconscientes, sin la capacidad ni las ganas de cuestionarse las modas que se imponen.

Cuando la Iglesia se pronuncia para defender sus valores, enseguida saltan detractores que la tachan de conservadora, autoritaria y alejada de la realidad. Ante esto, caben varias respuestas. Primero, hay que saber muy bien qué se entiende por “alejada de la realidad” cuando la Iglesia es la institución que más cercana está a las realidades de pobreza y sufrimiento social que ignoran o utilizan como marketing electoral los políticos y los grupos de poder. En segundo lugar, la Iglesia es una realidad muy amplia y diversa que, en general, ha ido evolucionando con los tiempos de manera mucho más significativa que otras instituciones. Calificarla de conservadora y autoritaria por un conocimiento escaso y fragmentario de realidades muy concretas y pertenecientes al pasado es totalmente acientífico e irracional. Y, por último, ¿por qué la Iglesia no va a tener la misma libertad de expresión que cualquier otro grupo humano? Si los partidos políticos o diferentes grupos de presión pueden manifestarse públicamente o hacer declaraciones sobre sus ideas, que pueden ser también muy cuestionables, ¿por qué no puede hacerlo la Iglesia? No olvidemos que la Iglesia nace como grupo humano propagador del Evangelio. Y Evangelio significa anuncio y noticia. Iglesia es publicidad de una gran noticia. La Iglesia lleva la comunicación social inscrita en sus raíces más genuinas, y ésta es su primera misión y razón de ser. Pero, además, ¿qué anuncia la Iglesia? No se trata de publicidad engañosa y fraudulenta. Ni siquiera anuncia productos triviales o que suponen un coste inútil para la economía del público. La Iglesia anuncia un Dios Amor que se da gratis. Anuncia el cumplimiento del anhelo del corazón humano, la esperanza y el gozo de saber que toda persona puede ser feliz, y no sólo en el más allá, sino aquí y ahora. Este es el mensaje auténtico y el verdadero sentido de la Iglesia. No anunciamos nada que pueda dañar al ser humano, al contrario... Pero, como dice Juan en su evangelio, el mensaje es tan luminoso que daña e incluso ofende a quienes no desean tanta luz...

Hoy tal vez no haya tantas personas creyentes y practicantes. Pero las que continúan lo harán, no por obligación o por las circunstancias culturales o sociales del momento, sino por auténtica convicción. La fe cristiana no es una fe de rutina ni de obligaciones, sino una fe de enamorados de Dios. No es una fe de ritos, sino de vivencias; no es siquiera, me atrevería a decir, una fe de dogmas y de apego a una doctrina, sino una fe de adhesión a una persona: Jesucristo. Es una fe tan tremendamente revolucionaria que incluso hoy es demasiado actual y muchas personas prefieren adaptarla a la religiosidad pagana tradicional, plagada de rituales y de normas de conducta. Una fe donde “la ley es el amor”, o en la que se nos llama a “amar al enemigo” es demasiado exigente, pide tal vez demasiada responsabilidad y libertad, que muchas personas no desean asumir.

Pero esta es la fe que hoy nos pide la sociedad. Esa es la única fe que puede sobrevivir los embates políticos, mediáticos y propios de una moda anticristiana. Es una fe viva, coherente, hecha obras, real y apasionada.

NOTA: Al escribir este artículo aún no se habían sucedido los hechos de la muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI como nuevo Papa. A la vista de las multitudes congregadas de todo el mundo para seguir de cerca estos eventos, la vigencia del artículo toma otro cariz. La Iglesia está muy viva, y es capaz de movilizar a millones de personas de todo el mundo. ¿Qué otro líder, político, cultural o artístico, ha reunido a tal número de personas? Por eso, quizás, temen temen tanto a la Iglesia...

Wednesday, December 15, 2004

Liberalismo extremo

Con este escrito pretendo llamar la atención sobre un hecho que representa la última consecuencia del liberalismo extremo: el considerar la persona y su propia vida como un bien o mercancía, como un objeto de consumo o una posesión de la cual se puede disponer arbitrariamente.

Como muy bien denuncian muchos partidos, movimientos e ideologías, el liberalismo extremo y radical lleva a convertir el mundo en un inmenso mercado, donde las leyes económicas priman sobre el bienestar humano y donde no parece sino que todo se convierte en objeto de consumo.

Creo que es importante ser conscientes de esta realidad y denunciar sus excesos. Pero aún deberíamos ir más lejos. La consecuencia última de este liberalismo exacerbado es un hecho que las mismas ideologías que denuncian el capitalismo no atacan ni critican. Es más, incluso lo defienden. Y es éste: llegar a convertir, no ya el mundo, sino la misma persona, su cuerpo, su realidad vital, en un puro objeto del cual se puede disponer libremente y que se puede emplear como cualquier cosa más.

Las leyes del mercado abren la brecha entre ricos y pobres e ignoran la dignidad de los más marginados. Son esas mismas leyes las que nos están llevando a disponer de la vida humana como un objeto de consumo –o de desecho- cuando no interesa o perjudica unos intereses. La materialización más clara de esta realidad la encontramos en la legalización del aborto o de la eutanasia activa, así como el empleo casi industrial de embriones humanos para toda clase de actividades –no sólo científicas y sanitarias, sino, muy a menudo, aunque se divulga poco, para otras muy lucrativas.

Cuando defendemos la justicia social y un control sobre las implacables leyes del mercado, deberíamos tener en cuenta que el primer bien a defender es la persona misma, su vida y su dignidad. Si hablamos de defender a los más pobres, a los “que no tienen voz”, ¿quién es más pobre e indefenso que el no nacido, la persona que depende totalmente de otra para vivir? La actitud coherente de una filosofía progresista en defensa de los más débiles y desfavorecidos debería ser defender la vida y la dignidad justamente de esas personas que en muchos lugares el sistema capitalista se empeña en eliminar: los no nacidos y los no deseados, las personas con disminución o discapacidad por haber padecido enfermedades o accidentes, ancianos dependientes, enfermos crónicos...

Leía hace poco una estremecedora carta escrita por una joven tetrapléjica, muda y sorda, que arde en deseos de vivir y que ha encontrado la felicidad y la dignidad en su vida tan limitada. Al final de esta carta dice: “Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible y tiene todo el valor posible. Si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante”.

Así es. Cuando defendemos la dignidad de la vida hemos de pensar que toda vida es digna, independientemente de las condiciones físicas y las circunstancias que rodean a la persona. Toda vida, aún limitada y condicionada, encierra una enorme riqueza. Toda vida es sagrada. No podemos relativizar el valor de la vida, es lo único y los más valioso que tenemos. Sin la vida, no tendríamos ningún otro derecho, pues todos se sustentan en el hecho de nuestra existencia. Si perdemos ese sentido de lo sagrado de la vida, nuestra sociedad se irá abocando a un lento suicidio colectivo. No podemos considerar la vida de cada persona como un objeto, que podemos utilizar o desechar según nuestra conveniencia. Reducir la realidad de una persona humana a “cosa” es un paso gigante hacia una cultura deshumanizada, desprovista de valores y de criterios, donde cualquier aberración y crimen llegará a ser posible, y hasta "legal".

Sirva esta reflexión para recuperar el valor de la persona como realidad preciosa y única, que merece vivir una vida plena y digna. Muchos pueden argumentar: para vivir una vida tan limitada, llena de dolor y sufrimiento, más vale no vivir. Quizás lo más fácil sea, ante los problemas, cortarlos de raíz y acabar con la vida de las personas que, creemos, no alcanzarán una vida gratificante -¿y quién somos nosotros, para juzgar? Muchos enfermos y discapacitados desean vivir, han encontrado su cota de felicidad y desean luchar para seguir adelante. Es más lento y difícil luchar por conseguir la felicidad de esas personas. Pero también es más bello, más humanizador y, a la larga, mucho más fructífero para nuestra sociedad.