Sunday, August 14, 2005

Más allá de ver, juzgar y actuar: una nueva propuesta -2-

Después de la reflexión anterior, se podría proponer una metodología alternativa al ver, juzgar y actuar. Es la siguiente: escuchar, aceptar, amar.

Escuchar es la base de nuestra espiritualidad. Dios nos habla como un enamorado al oído. “Escucha, Israel, el Señor es tu Dios”. Preguntado por un escriba sobre cuál es el primer mandamiento, Jesús responde: “El primero de todos es éste: "Escucha, Israel..." Previa incluso al mandamiento, hay una actitud de escucha atenta. Ya no hablamos de ver, sino de cerrar la puerta y, en el silencio de la intimidad, dejar que Dios hable en nosotros. Después de escuchar, veremos de forma muy diferente. Escuchar pide silencio interior y una actitud receptiva.

Dejamos los ruidos afuera, nuestras ideas, visiones personales, nuestra psicología, nuestro temperamento, nuestra herencia cultural... Desnudos ante Dios, Él podrá hablarnos al corazón. No podremos ver claro si antes no hablamos con Dios, dejándole al descubierto nuestra vida. Desde esta escucha, nuestra visión será trascendida y limpia. Ya no se tratará de ver, sino de contemplar la realidad. No seremos ciegos a las realidades de dolor y de injusticia, pero las veremos desde Dios, en paz, reconciliados, sin resentimientos.

Nuestro mundo está hambriento de escucha. Todo el mundo habla, todo el mundo hace ruido, la información nos invade. Pero la gente tiene hambre de una escucha activa, serena, comprensiva. Escuchar se convierte en el primer acto de evangelización, y el más importante, hoy, para los cristianos. Es la primera obra de caridad: no voy a hablar ni a imponer mi creencia, voy a recibir el sufrimiento del otro. Voy a recibir lo que tiene que ofrecerme: sus sueños, sus inquietudes, sus deseos... Nuestra escucha activa enjuga las lágrimas y el dolor del mundo. Nosotros, cristianos, estamos salvados porque alguien nos escuchó y recogió nuestra inquietud y aspiraciones más hondas.

Aceptar. No podemos cambiar las cosas si antes no las aceptamos, comenzando por uno mismo. Aceptar no significa conformarse y dejar que el mal continúe. En las personas que viven a nuestro lado a menudo hallamos aspectos que nos desagradan, pero, por amor, los aceptamos y asumimos. Hemos de aceptar incluso el mal del mundo. ¡Dios lo acepta! Recordemos la parábola de la cizaña y el trigo: “Dejad que crezcan juntos. Si segamos la cizaña ahora, también segaremos el trigo”. Cristo aceptó el sufrimiento y las injusticias... ¡hasta morir! ¿Quién somos nosotros para juzgar por encima de Dios y poner orden –nuestro orden- en el mundo?

Aceptar también significa respeto y reconocer que hay cosas que no podemos cambiar. Pero aceptar también es la base para el cambio. Una vez aceptamos una situación, con serenidad, podemos comenzar a cambiarla. Ante todo aquello que deseemos cambiar, antes hemos de detenernos, meditarlo y aceptarlo. Los místicos de diversas religiones así lo expresan. Un dicho zen reza así: “Lo que resistes, persiste; lo que aceptas se transforma”.

A lo largo del Antiguo Testamento vemos cómo la imagen que tiene el pueblo judío de Dios pasa de la radicalidad del Diluvio a una progresiva aceptación y cuidado amoroso de su pueblo. Dios tiene misericordia. “Por un solo justo, salvaría toda la ciudad”, dice a Abraham. Dios no desea la destrucción del mundo, Él ama el mundo tal como es.

Antes que cambiar el mundo, hemos de cambiarnos nosotros, personalmente. Hemos de cambiar nuestro corazón, y esto es más difícil que combatir en una guerra o armar una revolución. Es la conquista de nuestro corazón, la victoria sobre nuestro orgullo. Aceptar es una actitud profundamente cristiana. No tiene nada que ver con la pasividad, sino con la acogida. Aceptar es recibir, abrazar, dejar que la realidad entre en tu corazón. Abrazándola, podrás cambiarla. María acepta, abierta, y acoge a Dios en su seno. “Abraza tu vida, aunque la veas pequeña, fea, pobre y triste. Abrázala con amor y entonces renacerás y la transformarás”, dice Phil Bosmans en uno de sus poemas. Abracemos todas las realidades que queremos cambiar. ¿Seríamos capaces de abrazar a nuestro enemigo? Si la realidad es nuestra enemiga porque este mundo no nos gusta y queremos que sea diferente, ¿sabríamos abrazarla? Si podemos hacerlo, entonces podremos cambiar un poco el mundo. Amar al enemigo, rezar por los que no nos aman, bendecir a los que nos persiguen... ¡y hacer fiesta! Esto es evangelio en su esencia pura. Y el mundo habrá comenzado a ser Cielo.

Aceptar tiene mucho que ver con la esperanza. Si esperamos en Dios, no podemos dudar ni un instante que su reino llegará en el momento oportuno. ¡Tal vez ya ha llegado y no lo sabemos ver! Somos cristianos pascuales, ya hemos resucitado con Cristo. Nuestro mundo ya está salvado.

Ante el actuar, proponemos amar. Amar nos puede mover a actuar o a detenernos; puede desatarnos las palabras pero nos puede hacer callar. Por amor, sabremos cómo debemos conducirnos. Todo cuanto hagamos será un acto de amor. ¿Cómo sabremos si amamos o no?

Jesús nos lo enseñó con palabras muy bellas: “Amad como Dios Padre, que hace llover sobre justos e impíos”. Es decir, amad a todos, incondicionalmente, amigos y enemigos. “Amaos como yo os he amado”, “Nadie tiene un amor mayor que el que da la vida por sus amigos”. Y, finalmente, “sed uno”, es decir, vivid en unidad, en comunión. Tened el mismo corazón, el mismo querer, adaptaos los unos a los otros por amor.

Amar implica actuar, trabajar, hacer apostolado, pero depurando nuestras intenciones de todo orgullo y activismo. Amar nos hará trabajar sin angustia, sin egoísmos, sin vanidad. “A cada día su afán”. No podemos evangelizar con estrés, agotando nuestro cuerpo y nuestras energías hasta altas horas de la noche. El Reino de Dios no busca ejecutivos agresivos que expriman el tiempo. Busca personas humildes, alegres, pacíficas. Quiere personas que practican el “ser últimos”, sin interés por sobresalir. La gran revolución es la sencillez, la naturalidad, la discreción.

El mundo necesita una evangelización de la suavidad, de la ternura, de la estética y del silencio. A tiempo y a destiempo, trabajando intensamente, como San Pablo, pero descansando en Dios. Daremos un pobre testimonio si actuamos como el mundo: siempre aprisa, angustiados, con mal humor, agobiados y cargados de faena. “Venid a mí y descansaréis”, dice Jesús. “Mi yugo es suave y mi carga ligera”. Nuestro testimonio ha de ser de sonrisa, escucha y acogida. Estas actitudes son más evangelizadoras que todas las lecturas y charlas del mundo. Cuando trabajamos, pensemos que nuestra tarea cristiana es el trabajo de Dios. Y la máxima actuación de Dios es el amor.

Por tanto, proponemos esta dinámica: escuchar, aceptar y amar, como metodología cristiana y evangélica. Es un método contemplativo, enraizado en la oración y en el Evangelio, que nos vuelca a un nuevo apostolado, creativo y adaptado a la realidad que nos rodea. Es una propuesta inspirada en una relación profunda, estrecha y continuada con Dios a través de la oración. La plegaria es el motor de nuestra vida cristiana y de nuestra labor evangelizadora. No podremos actuar si no es desde la comunión con Dios y con los demás.

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