¿Educar en valores o modelar conciencias?
En los últimos años la llamada educación en valores se ha convertido en un tema recurrente en los círculos políticos, educativos y sociales. Las organizaciones del tercer sector especialmente insisten en ello, pues a tratar con colectivos humanos en situaciones de riesgo ven de forma patente que el origen de muchas lacras sociales está en la falta de educación y de unos valores de referencia.
Pero, ¿de qué valores hablamos? ¿Qué entendemos por educación? Creo que el tema es lo bastante trascendente como para no tomarlo a la ligera ni confundir esta educación con otras realidades que, de forma latente, persiguen arraigarse fuertemente en nuestra sociedad. No deberíamos confundir la educación en valores con el adoctrinamiento ideológico.
Qué son valores
Cuando hablamos de valores, todo el mundo parece coincidir en que se trata de los llamados valores humanos. Pero a la hora de definirlos comienzan las discrepancias. Todos tenemos en los labios palabras como solidaridad, tolerancia, respeto, igualdad, paz, libertad... Pero, ¿sabemos qué significan? ¿Son universales estos valores? ¿Entendemos todos lo mismo por “paz” o por “justicia”, por poner dos ejemplos? Los valores humanos se sustentan en el concepto que tengamos del ser humano. Y el concepto de ser humano, aunque parece muy obvio, no es el mismo para todo el mundo.
Muchos sostienen que “los valores son relativos”. No hay nada absoluto, cada cultura tiene sus valores y creencias y no existe una verdad igual para todos. Incluso llegan a decir que cada persona tiene su propia verdad y sus valores particulares y singulares. La consecuencia extrema de este relativismo nos lleva a una disolución de los límites de la ética: todo puede ser bueno o malo, todo sirve, todo está bien, todo está permitido y todo depende, como rezaba la canción... Y ahí es cuando debemos detenernos y plantearnos una seria reflexión. Sabemos, por lógica natural, que hay cosas que no son correctas, que no deben permitirse, que no son lícitas. No necesitamos una ley para saber que matar es un acto reprobable y dañino. Nadie necesita decirnos que robar o mentir es inmoral. Nuestra razón natural es lo bastante sabia como para indicarnos perfectamente qué está bien y qué no.
Los valores son aquellas verdades en las que creemos y que sustentan nuestro código ético, nuestra forma de vivir y de pensar y nuestras decisiones. Los valores marcan un determinado estilo de ser y estar en el mundo. Por valores humanos debemos entender, a mi parecer, todos aquellos que contribuyen a la dignidad y a la felicidad del ser humano.
Educar y modelar
Nuestra naturaleza, tan versátil y con una enorme capacidad para el aprendizaje, es sumamente moldeable y necesita ser educada. Educar significa sacar afuera, es decir, estimular a la persona de tal manera que pueda desplegar su potencial y crecer en todas sus dimensiones humanas. A la hora de educar hay que tener en cuenta dos aspectos. Uno de ellos es tomar en consideración que la persona crece en varios sentidos: físico, intelectual, emocional, espiritual y social. Si descuidamos una sola de estas dimensiones, estaremos recortando el potencial de esa persona y su capacidad de vivir una vida plena. Por desgracia, nuestra civilización occidental se ha centrado enormemente en las vertientes física e intelectual, descuidando la tan nombrada inteligencia emocional, que ahora muchos están descubriendo, y aún más la dimensión espiritual, tan ignorada y denostada en los últimos tiempos, y que no tiene tanto que ver con ritualismos ni doctrinas, sino con algo más hondo e intrínseco de cada cual. La dimensión social del ser humano, que siempre se ha cultivado en todas las culturas tradicionales, ahora parece amenazada por diversas formas de individualismo y de aislamiento, paradójicas en esta era de la comunicación global.
Por tanto, si queremos educar, debemos potenciar estas cinco dimensiones de la persona humana, favoreciendo su crecimiento y evolución.
El otro aspecto clave en la educación es la libertad. Todo ser humano nace libre y digno. En su proceso de crecimiento necesita apoyos, especialmente durante su niñez y adolescencia, antes de poder ser autónomo para continuar su vida sin dependencia de sus progenitores y su familia. Educar implica amar, cuidar, alimentar, proteger pero también enseñar a ese niño que crece a ejercer progresivamente su libertad, conforme a su propia naturaleza y a sus potenciales. Educar no es “formar” o “conformar” la mentalidad de las personas a unas ideas o doctrinas. Pero para educar y potenciar es preciso encauzar y poner límites, ofreciendo criterios y razones que se conviertan en valores de referencia para los educandos. Se trata de que aprendan a pensar y a decidir de manera sólida y adulta, por sí mismos y sabiendo razonar su conducta, sin querer influenciarlos ni manipularlos.
No podemos hablar de una educación “neutral”, en el sentido que cada padre y cada educador está transmitiendo al niño unos valores, los suyos propios, y tiene el derecho a hacerlo. Privar al niño de referentes morales con la excusa de no quererlo “influenciar”, o con el pretexto que él escogerá sus propios valores cuando crezca es un serio error. Sería como dejar que un niño pequeño escogiera qué quiere comer, o si quiere ir a la escuela o no, sin obligarlo, esperando a que sea adulto para decidir si quiere aprender a leer o quiere alimentarse equilibradamente. Educar en libertad no equivale a educar sin criterios y sin normas. Un niño que crece sin referentes éticos coherentes y sin límites acabará siendo una personalidad desestructurada y sufrirá profundas angustias y crisis existenciales, falto de norte y de referentes en su vida. Los psicólogos advierten que los menores que no reciben una educación acompañada de la apropiada autoridad durante su infancia son potenciales psicópatas o inadaptados sociales en el futuro.
Educar en libertad no es privar al niño de valores ni de referencias morales. Pero estos valores deben serles mostrados con el vivo ejemplo y con sumo respeto. Nada hay más contraproducente para un pequeño que ver la incoherencia de sus padres y educadores cuando éstos “predican” una cosa y luego hacen otra. Por otra parte, los padres y maestros han de ver a los niños como seres únicos, que no tienen por qué responder a sus expectativas o ser fotocopias de sus progenitores o formadores. Han de aceptar su singularidad y sus diferencias como parte de su ser.
En la educación es primordial la figura del maestro o el educador. Dicen que más vale el ejemplo que mil lecciones. El progenitor o el maestro, con su actitud, con su persona, con su modo de hacer, está educando más que con sus palabras. El respeto a la libertad no significa que no deba mostrarle y explicarle sus propios valores, que pueden ser adoptados, libre y responsablemente, por el joven cuando crece.
Finalmente, no se puede educar si no hay afecto, estima profunda, amor, hacia la persona que se está educando. Y este amor debe ser generoso e incondicional, sin esperar retribuciones. La mejor recompensa para el educador auténtico es ver actuar libre y responsablemente, sin dependencias, a las personas que ha ayudado en su crecimiento.
El riesgo del adoctrinamiento
Cuando ciertas problemáticas desbordan a las familias y a la sociedad, se corre el riesgo, en nuestros países del estado del bienestar, de que el estado quiera asumir un rol que, en principio, no le corresponde. Es loable que el estado quiera hacer felices a sus ciudadanos y es su obligación velar por su calidad de vida. Pero el estado no debe ni puede substituir a la escuela ni a la familia. El derecho que muchos padres reclaman de poder elegir libremente la educación y la escuela que desean para sus hijos es muy legítimo y respetable. “Papá estado” no puede suplantar al maestro, a los padres o a la familia, y mucho menos convertirse en adalid de nuevas doctrinas que se van inculcando a los menores a través de los centros de enseñanza públicos. Papá estado no resolverá la violencia en las aulas ni el fracaso escolar a golpe de leyes, porque el problema de la educación de los jóvenes tiene raíces muy profundas que se escapan a la administración. Inculcar determinadas ideologías concretas a la ciudadanía a través de leyes, libros de texto y otras campañas más o menos explícitas es más propio de los regímenes dictatoriales que de las democracias modernas. Creo que hemos de ir con cuidado, no sea que la tan nombrada “educación en valores” se convierta en una especie de formación ideológica, conformada con las doctrinas del partido de turno que está en el gobierno. De la misma manera que no aceptamos el fanatismo religioso ni la imposición de creencias, tampoco debemos aceptar, sin más, la imposición de ideas políticas de uno u otro signo, que no son compartidas por todos los ciudadanos y que no tienen por qué ser las mejores o las únicas para el bien de la sociedad. Como mínimo, en un estado democrático, debería darse la opción a rechazar la ideología dominante de turno y a poder manifestar y elegir otras opciones educativas diferentes a las que impone el estado, considerándolas con sumo respeto, por muy diversas que sean. La tolerancia debe ser ejercida por todos, y especialmente por el gobierno, que, aunque pertenezca a un partido dominante, ha de ser muy consciente que está gobernando a todos los ciudadanos, incluidos los que no piensan como él.
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