Iglesia y mujer
Para muchas personas, el hecho que la mujer no pueda ser ordenada sacerdote en la Iglesia católica produce rechazo e indignación. Si en los ámbitos social y laboral la mujer ha accedido a lugares que tradicionalmente estaban reservados al varón, ¿por qué no va a poder hacerlo en la Iglesia?
No sé si algún día la Iglesia admitirá la ordenación sacerdotal de las mujeres. Pero de lo que estoy convencida es de que, para vivir plenamente nuestra vocación cristiana las mujeres no necesitamos ser ordenadas.
Creo que la mujer, más que formar parte “de” la Iglesia, ¡ella misma “es” Iglesia! Por su dignidad humana y por su condición de mujer tiene un lugar privilegiado. El ejemplo de María de Nazaret no puede ser más claro. Es llamada a ser “madre de Dios”. Ya no es una servidora de Dios, sino su propia madre. ¡Dios mismo se confía a las entrañas y a los brazos de una mujer! La grandeza de la Iglesia es ser madre de los hijos de Dios, y ésta es también la grandeza de las mujeres: ser madres espirituales de la familia cristiana, ejerciendo su maternidad de mil maneras creativas, cada cual según sus talentos y capacidades, allá donde esté. Si sabe vivir plenamente su vocación femenina, no necesita más. Yo diría que es una vocación tan grande como la del sacerdocio, y complementaria a él. Sólo las mujeres la pueden ejercer con esta plenitud.
Si las cristianas ejercemos plenamente nuestra vocación de mujer, de ser Iglesia, amada de Dios, toda la comunidad cristiana se enriquecerá. De la misma manera que necesitamos a los sacerdotes, que, en realidad, son servidores de la Iglesia, ésta no puede renunciar al papel de la mujer ejerciendo los carismas que le son propios. Una vez más, la figura de María nos da pistas acerca de estos carismas femeninos. ¿Quién fue el pilar de la primera comunidad cristiana? ¿Quién creyó contra toda esperanza? ¿Quién acompañó a Cristo muriente, y quién fue el primer testigo de su resurrección? ¿Quién dio alas a los apóstoles, quién dio calor de hogar a la reunión de Pentecostés? Fueron María y las fieles mujeres seguidoras de Jesús. Sin duda, estos episodios evangélicos iluminan el papel de la mujer en la Iglesia como pilar, hogar, estímulo y promotora de la misión evangelizadora. Si renunciamos a este papel, nadie lo realizará por nosotras, y nuestra Iglesia se empobrecerá grandemente.
Es tan bella la vocación de la mujer como Iglesia, madre y hogar de la familia de Cristo, que la disputa en torno al sacerdocio femenino parece irrisoria e incluso banal al lado de la grandeza de esta misión. Tal vez muchas mujeres han aspirado al sacerdocio por desconocerla, o por confundir el servicio de los pastores con un estatus que les otorga poder sobre la comunidad. En estos momentos, es cuando debemos recordar las palabras de Jesús en su última cena: “el que quiera ser primero entre vosotros, sea vuestro servidor”. Los pastores no son jerarcas ni gobernantes de la Iglesia, sino servidores. Las mujeres, a su lado, no podemos ser menos. Jesús confía su Iglesia en nuestras manos.
No sé si algún día la Iglesia admitirá la ordenación sacerdotal de las mujeres. Pero de lo que estoy convencida es de que, para vivir plenamente nuestra vocación cristiana las mujeres no necesitamos ser ordenadas.
Creo que la mujer, más que formar parte “de” la Iglesia, ¡ella misma “es” Iglesia! Por su dignidad humana y por su condición de mujer tiene un lugar privilegiado. El ejemplo de María de Nazaret no puede ser más claro. Es llamada a ser “madre de Dios”. Ya no es una servidora de Dios, sino su propia madre. ¡Dios mismo se confía a las entrañas y a los brazos de una mujer! La grandeza de la Iglesia es ser madre de los hijos de Dios, y ésta es también la grandeza de las mujeres: ser madres espirituales de la familia cristiana, ejerciendo su maternidad de mil maneras creativas, cada cual según sus talentos y capacidades, allá donde esté. Si sabe vivir plenamente su vocación femenina, no necesita más. Yo diría que es una vocación tan grande como la del sacerdocio, y complementaria a él. Sólo las mujeres la pueden ejercer con esta plenitud.
Si las cristianas ejercemos plenamente nuestra vocación de mujer, de ser Iglesia, amada de Dios, toda la comunidad cristiana se enriquecerá. De la misma manera que necesitamos a los sacerdotes, que, en realidad, son servidores de la Iglesia, ésta no puede renunciar al papel de la mujer ejerciendo los carismas que le son propios. Una vez más, la figura de María nos da pistas acerca de estos carismas femeninos. ¿Quién fue el pilar de la primera comunidad cristiana? ¿Quién creyó contra toda esperanza? ¿Quién acompañó a Cristo muriente, y quién fue el primer testigo de su resurrección? ¿Quién dio alas a los apóstoles, quién dio calor de hogar a la reunión de Pentecostés? Fueron María y las fieles mujeres seguidoras de Jesús. Sin duda, estos episodios evangélicos iluminan el papel de la mujer en la Iglesia como pilar, hogar, estímulo y promotora de la misión evangelizadora. Si renunciamos a este papel, nadie lo realizará por nosotras, y nuestra Iglesia se empobrecerá grandemente.
Es tan bella la vocación de la mujer como Iglesia, madre y hogar de la familia de Cristo, que la disputa en torno al sacerdocio femenino parece irrisoria e incluso banal al lado de la grandeza de esta misión. Tal vez muchas mujeres han aspirado al sacerdocio por desconocerla, o por confundir el servicio de los pastores con un estatus que les otorga poder sobre la comunidad. En estos momentos, es cuando debemos recordar las palabras de Jesús en su última cena: “el que quiera ser primero entre vosotros, sea vuestro servidor”. Los pastores no son jerarcas ni gobernantes de la Iglesia, sino servidores. Las mujeres, a su lado, no podemos ser menos. Jesús confía su Iglesia en nuestras manos.
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