Wednesday, December 15, 2004

Liberalismo extremo

Con este escrito pretendo llamar la atención sobre un hecho que representa la última consecuencia del liberalismo extremo: el considerar la persona y su propia vida como un bien o mercancía, como un objeto de consumo o una posesión de la cual se puede disponer arbitrariamente.

Como muy bien denuncian muchos partidos, movimientos e ideologías, el liberalismo extremo y radical lleva a convertir el mundo en un inmenso mercado, donde las leyes económicas priman sobre el bienestar humano y donde no parece sino que todo se convierte en objeto de consumo.

Creo que es importante ser conscientes de esta realidad y denunciar sus excesos. Pero aún deberíamos ir más lejos. La consecuencia última de este liberalismo exacerbado es un hecho que las mismas ideologías que denuncian el capitalismo no atacan ni critican. Es más, incluso lo defienden. Y es éste: llegar a convertir, no ya el mundo, sino la misma persona, su cuerpo, su realidad vital, en un puro objeto del cual se puede disponer libremente y que se puede emplear como cualquier cosa más.

Las leyes del mercado abren la brecha entre ricos y pobres e ignoran la dignidad de los más marginados. Son esas mismas leyes las que nos están llevando a disponer de la vida humana como un objeto de consumo –o de desecho- cuando no interesa o perjudica unos intereses. La materialización más clara de esta realidad la encontramos en la legalización del aborto o de la eutanasia activa, así como el empleo casi industrial de embriones humanos para toda clase de actividades –no sólo científicas y sanitarias, sino, muy a menudo, aunque se divulga poco, para otras muy lucrativas.

Cuando defendemos la justicia social y un control sobre las implacables leyes del mercado, deberíamos tener en cuenta que el primer bien a defender es la persona misma, su vida y su dignidad. Si hablamos de defender a los más pobres, a los “que no tienen voz”, ¿quién es más pobre e indefenso que el no nacido, la persona que depende totalmente de otra para vivir? La actitud coherente de una filosofía progresista en defensa de los más débiles y desfavorecidos debería ser defender la vida y la dignidad justamente de esas personas que en muchos lugares el sistema capitalista se empeña en eliminar: los no nacidos y los no deseados, las personas con disminución o discapacidad por haber padecido enfermedades o accidentes, ancianos dependientes, enfermos crónicos...

Leía hace poco una estremecedora carta escrita por una joven tetrapléjica, muda y sorda, que arde en deseos de vivir y que ha encontrado la felicidad y la dignidad en su vida tan limitada. Al final de esta carta dice: “Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible y tiene todo el valor posible. Si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante”.

Así es. Cuando defendemos la dignidad de la vida hemos de pensar que toda vida es digna, independientemente de las condiciones físicas y las circunstancias que rodean a la persona. Toda vida, aún limitada y condicionada, encierra una enorme riqueza. Toda vida es sagrada. No podemos relativizar el valor de la vida, es lo único y los más valioso que tenemos. Sin la vida, no tendríamos ningún otro derecho, pues todos se sustentan en el hecho de nuestra existencia. Si perdemos ese sentido de lo sagrado de la vida, nuestra sociedad se irá abocando a un lento suicidio colectivo. No podemos considerar la vida de cada persona como un objeto, que podemos utilizar o desechar según nuestra conveniencia. Reducir la realidad de una persona humana a “cosa” es un paso gigante hacia una cultura deshumanizada, desprovista de valores y de criterios, donde cualquier aberración y crimen llegará a ser posible, y hasta "legal".

Sirva esta reflexión para recuperar el valor de la persona como realidad preciosa y única, que merece vivir una vida plena y digna. Muchos pueden argumentar: para vivir una vida tan limitada, llena de dolor y sufrimiento, más vale no vivir. Quizás lo más fácil sea, ante los problemas, cortarlos de raíz y acabar con la vida de las personas que, creemos, no alcanzarán una vida gratificante -¿y quién somos nosotros, para juzgar? Muchos enfermos y discapacitados desean vivir, han encontrado su cota de felicidad y desean luchar para seguir adelante. Es más lento y difícil luchar por conseguir la felicidad de esas personas. Pero también es más bello, más humanizador y, a la larga, mucho más fructífero para nuestra sociedad.

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