Sunday, October 30, 2005

La mujer y la nueva evangelización. El arte de escuchar

Recojo estas reflexiones, sorprendentemente actuales, de una gran mujer que las escribió hace más de medio siglo. Ante una sociedad cada vez más laica y alejada de la religión católica, son esclarecedoras para atisbar cuál debería ser el papel de la mujer cristiana en nuestro mundo de hoy.

La fe que sobrevive es auténtica


Vivimos en un mundo descristianizado, rodeados de personas que desconocen nuestra fe. O bien la perdieron, o bien jamás han sido educados en los valores cristianos, o incluso, sin conocerla, la rechazan por prejuicios diversos. Hechos que antes formaban parte de la vida cotidiana, como rezar, ir a misa los domingos, llevar a los niños a catequesis, etc., hoy ya no son habituales como lo fueron hace años. Constatamos que son cada vez menos las familias practicantes y que muchas personas incluso ignoran o consideran extrañas y propias de otros siglos las prácticas y creencias religiosas cristianas.

Esta situación no debe atemorizarnos ni desanimarnos. Cuando nuestra cultura era eminentemente cristiana, la fe se hallaba mezclada con la tradición. Todo el mundo era más o menos creyente por costumbre y por cultura. Parece que, aunque la persona no tuviera fe, igualmente sería cristiana en su manera de pensar y proceder, ya que el cristianismo empapaba todos los ámbitos sociales.

Hoy día la cultura se ha sacudido su capa religiosa y se proclama la laicidad de los estados. Es en estos momentos cuando, desprendiéndose de la pátina cultural y de las convenciones, la fe queda desnuda y sola. Es ahora cuando llega el momento de probar si nuestra fe es realmente auténtica, pues ya no forma parte de una cultura dominante, sino que, a menudo, supone ir a contracorriente. La secularización de nuestra sociedad occidental no es una amenaza, sino un filtro y un crisol para probar la autenticidad de nuestra fe.

Escuchar: el primer paso para evangelizar

En estas circunstancias, cuando el mundo ignora o rechaza el hecho cristiano, ¿cómo evangelizar? ¿Cómo llevar esperanza a un mundo convulso? ¿Cómo transmitir un mensaje que muchos no quieren escuchar?

“En estos momentos, escuchar se convierte en el primer acto de caridad, y el más importante, para el cristiano”. Escuchar, en un mundo donde todos hablan y se expresan, pero donde muchos se sienten solos y faltos de afecto, porque muy pocos escuchan, es el primer acto de evangelización.

Escuchar significa mirar al otro, significa reconocer que existe, que está ahí. Significa abrirle una puerta, acogerlo, y recibir aquello que lleva en su corazón y que necesita entregar. Escuchar es el primer paso para derribar los muros de la soledad. Escuchar es la primera forma de amar. Los judíos graban en su memoria su primer precepto: “Escucha, Israel, el Señor es tu Dios”. Escuchar es el primer mandato del amor. Y el primero que nos escucha es Dios, el que jamás se hace sordo a nuestra voz, aquel que recoge la última de nuestras lágrimas y para quien uno solo de nuestros cabellos es valioso.

Las mujeres, que a menudo hemos sido tachadas de habladoras incorregibles, somos especialistas en el arte de escuchar. Desde la escucha de la madre, siempre sensible al llanto de su bebé, hasta la escucha paciente y serena de tantas esposas, hermanas, amigas, maestras o cuidadoras. Escuchar es un carisma especial de la mujer. La escucha es la piedra fundamento de nuestra nueva evangelización.

¿Cómo ha de ser esta escucha? Envuelta de delicadeza, exquisita, atenta y empática. La auténtica escucha sintoniza con el corazón de quien habla, vibra con sus sentimientos e intenta comprender sus razones. Aunque no siempre podamos compartir, entender o asimilar cuanto nos explican, recojamos, con profundo amor y respeto, con discreción y confianza, las palabras que otros depositan en nuestras manos. Son su tesoro. Y nos lo entregan. Quien nos habla está descargando su pesar en nosotros y merece que no traicionemos su confianza. Guardemos ese tesoro. Con nuestra escucha, habremos comenzado a liberarlos de su dolor. De la misma manera que, un día, cuando alguien nos escuchó, también alentó nuestro espíritu y nos hizo crecer.

Sunday, October 09, 2005

Caridad y solidaridad, ¿otro debate?

En mi artículo anterior hablé sobre el debate que se da en el mundo de la solidaridad entre los conceptos de “integración” y “beneficencia”. Esta vez quisiera reflexionar sobre otro debate, no menos animado que el primero. Se trata de la discusión acerca de la caridad y la solidaridad.

Hace uno o dos siglos, en que todo el mundo del voluntariado y la solidaridad organizada se hallaba concentrado en las instituciones religiosas o vinculadas a las diferentes iglesias, no se daba esta discusión. Las personas hacían obras de caridad, con motivos más o menos personales y altruistas. Algunas por obligación, otras por genuina convicción; a veces por convención social y otras por auténtica vocación de servicio a los demás. La caridad se entendía básicamente como ayudar al prójimo, especialmente si éste se hallaba en condiciones de inferioridad o de sufrimiento, y no era vista con malos ojos aunque, en muchas ocasiones, fuera acompañada de diversos prejuicios morales y de clase social.

A medida que la sociedad se ha tornado cada vez más laica y las democracias han despertado la conciencia de la responsabilidad civil y ciudadana, muchas ONG, tanto vinculadas como alejadas de los movimientos religiosos, han denunciado las antiguas formas de caridad como hipócritas y como formas de perpetuar las diferencias sociales. No les falta su parte de razón, siempre que se confunda caridad con paternalismo, suficiencia y actos puntuales de dar “de lo que sobra”. Si entendemos que caridad es esto, veremos que ésta no es la mejor manera de ayudar a quienes lo necesitan. Por esto, muchas personas y movimientos han optado por anatemizar el concepto de caridad y substituirlo por el otro, mucho más atractivo, neutral y políticamente correcto, de solidaridad.

Creo que deberíamos rescatar la noción de caridad e investigar un poco, yendo al origen de esta vilipendiada palabra. Caridad, del latín caritas, es la palabra que se ha utilizado para traducir de la Biblia en griego el concepto de agapé, es decir, amor. Este concepto fue utilizado por Jesús de Nazaret para designar el amor incondicional de amistad fraterna, el amor que une a las personas y que es capaz de entregarse hasta dar la vida por la persona amada. Sin duda, si entendemos por caridad este amor generoso, entregado y dispuesto a llegar al límite, veremos que está indisolublemente ligada a la idea de solidaridad.

Es importante conocer y dar su verdadero sentido a las palabras, y no temer pronunciarlas cuando es necesario. Pero si estas palabras resultan ambiguas o su significado se ha desvirtuado, como en el caso de la caridad, hemos de saber nombrarlas con equivalentes comprensibles ante el mundo de hoy. Podemos perfectamente substituir la palabra caridad por amor, o incluso por amistad incondicional.

Diría que no puede haber solidaridad auténtica sin caridad, es decir, sin amor. Por muy bienintencionadas que seamos las personas, si en nosotros no hay amor auténtico nuestra solidaridad, más o menos sólida, acabará diluyéndose en buenas intenciones, idealismos o palabras vacías. Si no actuamos movidos por el amor, desprendido, entregado y gratuito, nuestra solidaridad se agotará inútilmente y acabará dejándonos un vacío desolado. La solidaridad que no se fundamenta en el amor acaba convirtiéndose en propaganda política o en reivindicación estéril. Muchos voluntarios y profesionales de ONG viven esta amarga experiencia de agotarse, “quemarse” y abandonar al cabo de un tiempo. Los motivos pueden ser muchos y no se puede juzgar a nadie, pues cada persona y cada historia son únicas. Pero la auténtica solidaridad, la que está basada en el amor altruista, no muere nunca.

Sunday, September 25, 2005

¿Beneficencia o integración? Un debate sobre solidaridad.

El debate

Desde hace tiempo, las organizaciones humanitarias sostienen un debate muy animado, que trae consigo importantes implicaciones sociales. ¿Hasta qué punto debemos ayudar a los más desfavorecidos? ¿Hasta dónde llega la beneficencia y dónde comienza el camino de la integración social? ¿Acaso con nuestra actuación estamos perpetuando situaciones de pobreza, en lugar de paliarlas? ¿Cómo llevar a cabo una acción de auténtica integración social?

A quienes atacan a ciertas ONG y un concepto mal entendido de “caridad” no les falta razón cuando denuncian el paternalismo y una forma de ayudar que, en realidad, no hace más que aliviar momentáneamente el sufrimiento de la persona, pero no contribuye a resolver su problema. Hoy día, prácticamente todas las organizaciones llamadas del “tercer sector” están de acuerdo en que hay que dar la caña y enseñar a pescar, antes que dar pescado. Se busca luchar contra la pobreza dando recursos y oportunidades a las personas que tienen menos, para que un día lleguen a ser autónomas y disfruten de una calidad de vida digna. Dar indiscriminadamente, en realidad, no ayuda, sino que acomoda la pobreza y perpetúa situaciones de miseria crónica.


La integración

Esta filosofía de fondo repercute y aún ha de tener un impacto mayor en el mundo de la solidaridad. Si deseamos que aquella persona a quien ayudamos se integre, no podemos perder nunca de vista que ya tiene una dignidad, un potencial y unas capacidades, aún antes de “integrarse”. No podemos tratarla con lástima ni con compasión. No podemos victimizarla. Debemos darle un apoyo, pero sin menospreciar sus propios recursos. Aún más, si queremos verdaderamente ayudar a la otra persona, deberemos exigir que ella también ponga algo de su parte. No conseguiremos que alguien se integre si previamente no lo desea y no está dispuesto a luchar por ello. Y esto nos lleva a una selección, aunque no nos guste: no podemos ayudar a todo el mundo ni de cualquier manera. Es decir, no podremos ayudar a una persona que no desea ayudarse a si misma y que no acepta ser ayudada de la forma adecuada, y no de la forma que más le agrada. La verdadera ayuda, como la auténtica educación, supone un estímulo acompañado de un estirar a la otra persona. Pide un esfuerzo también por su parte. Es este esfuerzo lo que hará crecer a la otra persona y alcanzar sus metas personales. En realidad, las ONG no somos madres protectoras, sino maestros que guían, orientan y ofrecen formación y apoyo para que las personas que no pueden avanzar por si solas puedan, un día, levantarse y caminar sin ayuda. Haciendo una comparación simple, las ONG somos esas pequeñas ruedas que se colocan en las bicicletas de los niños, como soporte mientras aprenden a pedalear. Cuando el niño ya domina la bicicleta, las ruedecillas auxiliares son innecesarias, se pueden quitar y él puede ir tan lejos como lo desee. Este debe ser el papel de las organizaciones que se dedican a la integración social.


Lo que llamamos caridad

Dicho esto, no quisiera menospreciar el papel, importantísimo también, de aquellas instituciones que, a pesar de todo, continúan dedicándose a la caridad, puramente. Es decir, que ayudan a personas atendiendo a sus necesidades básicas, independientemente de que algún día salgan o no de la pobreza. Sólo porque no trabajan por la tan afamada “integración” creo que no podemos rechazarlas ni censurarlas. ¿Tal vez contribuyen a aumentar la pobreza y las desigualdades? No me atreviría a afirmarlo. Pero hemos de ser realistas y admitir un hecho, aunque no sea políticamente correcto: algunas personas, un pequeño porcentaje de nuestra sociedad, nunca van a integrarse del todo. Y no sólo porque no pueden, o porque están muy limitadas, sino porque, en algunos casos, no quieren. Existen personas que, aunque suene duro decirlo, eligen estar fuera del sistema. Tal vez lo hacen por traumas personales o familiares, por enfermedad, por rechazo... o incluso por filosofía. ¡No podemos juzgarlas! Pero, aunque su conducta sea tachada de antisocial, no podemos barrer a esas personas del mapa ni ignorar su existencia. Están ahí, son seres humanos y tal vez nunca alcancemos a comprender el misterio de su dolor interior que los ha llevado a vivir en la cuneta. Por el simple hecho de existir, esas personas también merecen un trato digno, una palabra amable, una mirada de afecto. Aunque nunca lleguen a integrarse. Son seres humanos. Si una sociedad no sabe tratar con dignidad a sus miembros más vulnerables y abatidos, podemos decir que esa sociedad está amenazando una grave crisis.

Por esto considero que las organizaciones de beneficencia pura, aquellas que se limitan a dar de comer, de vestir, o simplemente proporcionan un espacio de calor y amistad a los transeúntes, son necesarias, son oportunas y son una maravillosa escuela de humanidad. Quizás el ejemplo más hermoso de ello lo tengamos en las casas fundadas por la madre Teresa de Calcuta, a la que nadie ha visto con ojos indiferentes. Su misión era bien “inútil”, en nuestros parámetros de productividad o rentabilidad social. En sus casas, no solamente no se integra social o laboralmente, sino que se acoge a personas que ni siquiera van a vivir... Muchas veces, ni tan sólo podrán ser alimentadas ni curadas. Simplemente habrán recibido, antes de su muerte, unas gotas de cariño desinteresado y generoso. ¿Puede haber misión más bella que procurar un poco de amor a seres moribundos, sin esperanza, antes que abandonen la vida?

Hecha esta reflexión, pienso que beneficencia e integración no son opuestas, ni deben suponer un dilema en el mundo de la solidaridad. Más bien son dos enfoques diversos que no tienen por qué enfrentarse. Las organizaciones pueden optar por una línea de acción o por la otra. Incluso, en ocasiones, pueden optar por ambas, diversificando acciones, como es el caso de Cáritas y otras grandes ONG. Ambas son complementarias y necesarias. El trabajo por hacer es mucho y admite las dos opciones.

Sunday, August 14, 2005

Más allá de ver, juzgar y actuar: una nueva propuesta -2-

Después de la reflexión anterior, se podría proponer una metodología alternativa al ver, juzgar y actuar. Es la siguiente: escuchar, aceptar, amar.

Escuchar es la base de nuestra espiritualidad. Dios nos habla como un enamorado al oído. “Escucha, Israel, el Señor es tu Dios”. Preguntado por un escriba sobre cuál es el primer mandamiento, Jesús responde: “El primero de todos es éste: "Escucha, Israel..." Previa incluso al mandamiento, hay una actitud de escucha atenta. Ya no hablamos de ver, sino de cerrar la puerta y, en el silencio de la intimidad, dejar que Dios hable en nosotros. Después de escuchar, veremos de forma muy diferente. Escuchar pide silencio interior y una actitud receptiva.

Dejamos los ruidos afuera, nuestras ideas, visiones personales, nuestra psicología, nuestro temperamento, nuestra herencia cultural... Desnudos ante Dios, Él podrá hablarnos al corazón. No podremos ver claro si antes no hablamos con Dios, dejándole al descubierto nuestra vida. Desde esta escucha, nuestra visión será trascendida y limpia. Ya no se tratará de ver, sino de contemplar la realidad. No seremos ciegos a las realidades de dolor y de injusticia, pero las veremos desde Dios, en paz, reconciliados, sin resentimientos.

Nuestro mundo está hambriento de escucha. Todo el mundo habla, todo el mundo hace ruido, la información nos invade. Pero la gente tiene hambre de una escucha activa, serena, comprensiva. Escuchar se convierte en el primer acto de evangelización, y el más importante, hoy, para los cristianos. Es la primera obra de caridad: no voy a hablar ni a imponer mi creencia, voy a recibir el sufrimiento del otro. Voy a recibir lo que tiene que ofrecerme: sus sueños, sus inquietudes, sus deseos... Nuestra escucha activa enjuga las lágrimas y el dolor del mundo. Nosotros, cristianos, estamos salvados porque alguien nos escuchó y recogió nuestra inquietud y aspiraciones más hondas.

Aceptar. No podemos cambiar las cosas si antes no las aceptamos, comenzando por uno mismo. Aceptar no significa conformarse y dejar que el mal continúe. En las personas que viven a nuestro lado a menudo hallamos aspectos que nos desagradan, pero, por amor, los aceptamos y asumimos. Hemos de aceptar incluso el mal del mundo. ¡Dios lo acepta! Recordemos la parábola de la cizaña y el trigo: “Dejad que crezcan juntos. Si segamos la cizaña ahora, también segaremos el trigo”. Cristo aceptó el sufrimiento y las injusticias... ¡hasta morir! ¿Quién somos nosotros para juzgar por encima de Dios y poner orden –nuestro orden- en el mundo?

Aceptar también significa respeto y reconocer que hay cosas que no podemos cambiar. Pero aceptar también es la base para el cambio. Una vez aceptamos una situación, con serenidad, podemos comenzar a cambiarla. Ante todo aquello que deseemos cambiar, antes hemos de detenernos, meditarlo y aceptarlo. Los místicos de diversas religiones así lo expresan. Un dicho zen reza así: “Lo que resistes, persiste; lo que aceptas se transforma”.

A lo largo del Antiguo Testamento vemos cómo la imagen que tiene el pueblo judío de Dios pasa de la radicalidad del Diluvio a una progresiva aceptación y cuidado amoroso de su pueblo. Dios tiene misericordia. “Por un solo justo, salvaría toda la ciudad”, dice a Abraham. Dios no desea la destrucción del mundo, Él ama el mundo tal como es.

Antes que cambiar el mundo, hemos de cambiarnos nosotros, personalmente. Hemos de cambiar nuestro corazón, y esto es más difícil que combatir en una guerra o armar una revolución. Es la conquista de nuestro corazón, la victoria sobre nuestro orgullo. Aceptar es una actitud profundamente cristiana. No tiene nada que ver con la pasividad, sino con la acogida. Aceptar es recibir, abrazar, dejar que la realidad entre en tu corazón. Abrazándola, podrás cambiarla. María acepta, abierta, y acoge a Dios en su seno. “Abraza tu vida, aunque la veas pequeña, fea, pobre y triste. Abrázala con amor y entonces renacerás y la transformarás”, dice Phil Bosmans en uno de sus poemas. Abracemos todas las realidades que queremos cambiar. ¿Seríamos capaces de abrazar a nuestro enemigo? Si la realidad es nuestra enemiga porque este mundo no nos gusta y queremos que sea diferente, ¿sabríamos abrazarla? Si podemos hacerlo, entonces podremos cambiar un poco el mundo. Amar al enemigo, rezar por los que no nos aman, bendecir a los que nos persiguen... ¡y hacer fiesta! Esto es evangelio en su esencia pura. Y el mundo habrá comenzado a ser Cielo.

Aceptar tiene mucho que ver con la esperanza. Si esperamos en Dios, no podemos dudar ni un instante que su reino llegará en el momento oportuno. ¡Tal vez ya ha llegado y no lo sabemos ver! Somos cristianos pascuales, ya hemos resucitado con Cristo. Nuestro mundo ya está salvado.

Ante el actuar, proponemos amar. Amar nos puede mover a actuar o a detenernos; puede desatarnos las palabras pero nos puede hacer callar. Por amor, sabremos cómo debemos conducirnos. Todo cuanto hagamos será un acto de amor. ¿Cómo sabremos si amamos o no?

Jesús nos lo enseñó con palabras muy bellas: “Amad como Dios Padre, que hace llover sobre justos e impíos”. Es decir, amad a todos, incondicionalmente, amigos y enemigos. “Amaos como yo os he amado”, “Nadie tiene un amor mayor que el que da la vida por sus amigos”. Y, finalmente, “sed uno”, es decir, vivid en unidad, en comunión. Tened el mismo corazón, el mismo querer, adaptaos los unos a los otros por amor.

Amar implica actuar, trabajar, hacer apostolado, pero depurando nuestras intenciones de todo orgullo y activismo. Amar nos hará trabajar sin angustia, sin egoísmos, sin vanidad. “A cada día su afán”. No podemos evangelizar con estrés, agotando nuestro cuerpo y nuestras energías hasta altas horas de la noche. El Reino de Dios no busca ejecutivos agresivos que expriman el tiempo. Busca personas humildes, alegres, pacíficas. Quiere personas que practican el “ser últimos”, sin interés por sobresalir. La gran revolución es la sencillez, la naturalidad, la discreción.

El mundo necesita una evangelización de la suavidad, de la ternura, de la estética y del silencio. A tiempo y a destiempo, trabajando intensamente, como San Pablo, pero descansando en Dios. Daremos un pobre testimonio si actuamos como el mundo: siempre aprisa, angustiados, con mal humor, agobiados y cargados de faena. “Venid a mí y descansaréis”, dice Jesús. “Mi yugo es suave y mi carga ligera”. Nuestro testimonio ha de ser de sonrisa, escucha y acogida. Estas actitudes son más evangelizadoras que todas las lecturas y charlas del mundo. Cuando trabajamos, pensemos que nuestra tarea cristiana es el trabajo de Dios. Y la máxima actuación de Dios es el amor.

Por tanto, proponemos esta dinámica: escuchar, aceptar y amar, como metodología cristiana y evangélica. Es un método contemplativo, enraizado en la oración y en el Evangelio, que nos vuelca a un nuevo apostolado, creativo y adaptado a la realidad que nos rodea. Es una propuesta inspirada en una relación profunda, estrecha y continuada con Dios a través de la oración. La plegaria es el motor de nuestra vida cristiana y de nuestra labor evangelizadora. No podremos actuar si no es desde la comunión con Dios y con los demás.

Más allá de ver, juzgar y actuar -1-

Ver, juzgar, actuar. Esta es la metodología de la revisión de vida empleada en muchos grupos y movimientos eclesiales en la actualidad. Es una forma de evaluar nuestra manera de vivir y estar en el mundo. (*)

Si profundizamos en la dimensión teológica de la pedagogía cristiana, esta dinámica del ver, juzgar y actuar puede ser superada e incluso cuestionada, y se pueden buscar fórmulas con raíces cristianas más hondas.

Podemos ir más allá del ver, juzgar y actuar tomando las palabras de Jesús y el mismo Evangelio como guía en nuestra trayectoria espiritual. Así evitaremos el riesgo de un método que nos lleve a una visión parcial del mundo y a una mentalidad fuertemente ideologizada, que puede alejarse de la realidad, tan a menudo compleja y que se escapa de los moldes e ideas preconcebidas.

Ver
Desgranemos, palabra por palabra, este método de revisión de vida. La primera fase que nos propone es ver. Por supuesto que hemos de ser sensibles y observadores del mundo que nos rodea. ¡Pero nuestra visión puede ser errónea! Tal vez no veamos bien –por ejemplo, la visión de los daltónicos, que no distinguen los colores, es verdadera para ellos, pero no se corresponde con la visión de la mayoría de personas. Todo cuanto vemos pasa por un filtro subjetivo. No somos totalmente neutrales cuando miramos. Vemos lo que queremos ver, incluso nuestro estado de ánimo puede modificar nuestra percepción de la realidad. Fiarnos exclusivamente de nuestra visión nos puede conducir a graves errores y llegar a desvirtuar la realidad misma. Como dice el evangelio, “un ciego no puede guiar a otro ciego”. Podemos padecer de miopías espirituales e intelectuales y contagiar a nuestro grupo esta visión incompleta, provocando que todos vean y piensen lo mismo. No podemos guiar ni aconsejar a nadie basándonos meramente en nuestra visión.

Juzgar
El evangelio aquí es rotundo: “No juzguéis y no seréis juzgados”. “Con la medida que juzgares serás juzgado”. “Yo no he venido a juzgar, sino a traer la plenitud”. Juzgar no es evangélico. No podemos leer en lo más profundo del corazón de las personas, no somos quién para condenar a nadie. Quien juzga, está sentenciando. Jesús dio ejemplo el primero, perdonando a la mujer adúltera: “¿Nadie te condena? Yo tampoco”. El cristianismo de las últimas décadas se ha impregnado de un talante muy crítico y a menudo ha adoptado la crítica “constructiva” como recurso pedagógico. La revisión de vida supone un juicio de la realidad y de los demás. Pero Jesús no fue un juez. La Iglesia no es jueza, sino pastora. Podemos denunciar realidades, pero nunca podremos juzgar las intenciones últimas de las personas ni sus motivaciones. La denuncia profética es bíblica, pero pertenece al Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento, Jesús habla y denuncia con su vida y obras, pero su misión es anunciar una buena nueva. Pasa de la denuncia al anuncio. Los cristianos, arraigados en el Reino de Dios, hemos de superar la época de la denuncia y lanzarnos al anuncio gozoso de la buena noticia de un Dios cercano que nos ama. Ha llegado el momento de ser testimonios con nuestra vida.

Es cierto que muchas realidades de injusticia en el mundo alimentan y parecen clamar por un cristianismo de juicio y denuncia. Pero, cuando habla de justicia, Jesús no se refiere a la justicia humana que condena. Son los ricos, como Epulón, quien se autocondenan por su egoísmo. La justicia de Dios es otra: es la que hace llover sobre justos y pecadores. Es la justicia que visita al rico Zaqueo y a los publicanos, se hace amiga de los pecadores, de los romanos, de los paganos... El justo de la Biblia es el hombre bueno y magnánimo.

Jesús habló de la libertad curando a los enfermos, alimentando a los hambrientos y perdonando a los pecadores. No utilizó a sus discípulos para hacer un frente contra el poder establecido. De hecho, Jesús atacó directamente la hipocresía y la incoherencia de los líderes religiosos. Fue un líder espiritual más que político. Llegó a renunciar al poder de dominar y arrastrar tras de si a su pueblo: “Querían hacerlo rey, pero él se escabulló”. Juzgar es una actitud antievangèlica y no puede servir de fundamento a una buena pedagogía espiritual, y aún menos si nos basamos en una visión errónea. El evangelio nunca ha dicho que juzguemos. ¡Cuántos atropellos históricos y cuántas muertes inocentes se han producido por juzgar sobre visiones erróneas o parciales de la realidad. En su Pasión, llega un momento en que Jesús calla, ya no se defiende. Asume las consecuencias de su libertad. Se deja matar y perdona a quienes lo están matando en nombre de la justicia.

Actuar
Finalmente, actuar. Si tenemos una visión miope de la realidad, juzgamos según esta visión y, además, actuamos, las consecuencias pueden ser desastrosas. No podemos actuar a la ligera. El activismo ha minado la espiritualidad cristiana en el último siglo. Todo el mundo tenía que actuar, hacer actividades, “hemos de hacer muchas cosas”. Esto tiene ecos de herejía pelagiana. No nos salvaremos ni seremos mejores por desplegar una gran actividad. Parece que es más importante lo que hacemos que lo que Dios hace en nosotros. ¿No se esconderá una gran soberbia espiritual detrás de tanta actividad? ¿Dónde está la Providencia? A menudo queremos forzar situaciones y procesos, siempre tenemos prisa. ¿Dejamos que Dios actúe?

Hay que hacer, sí, pero no olvidemos que somos instrumentos de Dios, siempre que le digamos “sí” y trabajemos junto a Él en sus planes. Hoy se habla más de la acción que de la oración y la contemplación. La sociedad está tan secularizada que, para hacernos creíbles, los cristianos tenemos que hacer muchas cosas. Y, como estamos ocupados en tantas actividades, resulta que no tenemos tiempo para rezar. Recordemos las palabras de Karl Rahner: “La Iglesia del siglo XXI será mística o no será”. Muchos otros recogen este pensamiento –el Papa, el Hermano Roger de Taizé... La mística de nuestro trabajo yace en reconocer que nuestra labor es tarea de Dios. “No soy yo, sino Cristo quien actúa en mí”, dice San Pablo.

¿Nos lo llegamos a creer? Cuando decimos “hágase tu voluntad”, ¿aceptamos la voluntad de Dios? Podemos comprobar que, a pesar de nuestros esfuerzos, hay una gran crisis religiosa y las iglesias quedan vacías. Tal vez no se trata tanto de hacer, sino de creer y vivir con autenticidad.

Quizás esta gran crisis que padece el cristianismo no es más que una crisis de crecimiento, que ha de provocar una profunda reflexión y replanteo de lo que hacemos y cómo lo estamos haciendo, de nuestras ideas y de nuestra cosmovisión. Quizás Dios no ve las cosas como nosotros, agobiados por el ajetreo del día a día, sumidos en el activismo. Por tanto, el riesgo de actuar basándose en una visión subjetiva, puede provocar un fundamentalismo religioso, ¡tan antievangélico! Necesitamos la oración para tener una visión desde arriba, desde el Padre. Como decía Francis Bacon, desde la óptica de la eternidad.

(*) NOTA: La revisión de vida, basada en el método de ver, juzgar y actuar, es un método promovido incialmente por la JOC (Juventud Obrera Cristiana). Este movimiento nació en Bélgica el año 1925 creado por el sacerdote obrero Joseph Cardijn. Tuvo un momento álgido en los años 60 y continúa aún hoy en muchas parroquias y grupos juveniles. La revisión de vida ha tenido su valor histórico en una época de lucha obrera por unas condiciones de vida dignas y en tiempos de fuerte agitación social. Aún hoy, la pastoral obrera y muchos grupos siguen utilizándola como herramienta válida de crecimiento espiritual y transformación social.

Sunday, August 07, 2005

La fortaleza

La virtud de la fortaleza es muy clara. Es la fuerza y la energía para vivir de acuerdo con las otras virtudes y con los valores propios. La fortaleza tiene mucho que ver con nuestra libertad personal. Necesitamos fortaleza para poder aplicar la prudencia y la justicia y para poner en práctica aquello en que creemos. La fortaleza nos da la fuerza de voluntad y el entusiasmo para hacer lo que realmente deseamos hacer, sin desviarnos ni dejarnos vencer por el desánimo o la pereza.

Entrenamiento para fortalecer el espíritu

Así como un atleta se entrena y fortalece para tener total libertad de movimientos y una agilidad extraordinaria, nuestro espíritu también puede ganar fortaleza para ganar libertad y poder vivir como realmente deseamos vivir, coherentes con nuestros valores y creencias.

¿Cómo ganar fortaleza? Con alimento, ejercicio y descanso.

Nuestro alimento es la oración. Rezar nos dará fuerza cuando más lo necesitemos. En momentos de debilidad, de duda, de inquietud o cuando hemos de afrontar una prueba o una situación difícil, busquemos un tiempo de silencio e intimidad ante Dios. Esto nos dará la energía necesaria para superarla.

El ejercicio es la práctica. Ante la debilidad, el miedo, la depresión... ¡acción! Nada hay mejor para superar la flaqueza. Cuando los temores, la duda, o la excesiva prudencia nos asalten, recordemos, qué queremos hacer y en qué creemos. Luego, sin pensarlo demasiado, lancémonos a trabajar. Poner manos a la obra disolverá los miedos casi al instante y alejará la tristeza y la pereza, esas dos hermanas gemelas casi inseparables. Cuando algo que sabemos bueno y conveniente nos cuesta, concentrémonos en practicarlo con más ahínco y entusiasmo cada día. Al final, nos costará poco y nuestro espíritu se habrá fortalecido enormemente.

Finalmente, ¿qué es el descanso? En primer lugar, dormir, dormir y dormir. Dormir hasta quedar saciados de sueño. Nuestra sociedad está enferma de sueño. No sabemos descansar lo suficiente. Dormir no sólo es necesario para nuestro cuerpo, sino para nuestro espíritu. Si Dios nos hace seres durmientes es porque necesitamos el descanso. Mientras dormimos yacemos abandonados en brazos del Padre. Aprendemos a dejarlo todo en sus manos y a morir un poquito cada día. El “hermano sueño”, como la “hermana noche”, han sido creados porque son necesarios y beneficiosos para nuestra vida. Son también un regalo de Dios que no podemos rechazar o estropear, recortando nuestras horas de descanso, o destinándolas a otras actividades. Un sacerdote y sabio médico decía que “todo lo que haces después de las once de la noche es trabajo perdido que no es propio del Reino de los Cielos”.

Otra forma de descanso es el recreo y el ocio. La criatura humana es lúdica por naturaleza. Necesitamos jugar, hablar, reír, ser artistas, encontrarnos con otros semejantes. Un espacio de ocio recreativo sano, que nos aporte alegría de vivir y nos acerque a los demás, es también necesario para fortalecer el corazón y alimentar las demás virtudes.


Dios es nuestra fortaleza

A pesar de todo, los humanos somos débiles por naturaleza. ¿Cómo soportar como rocas firmes los embates de la vida?

Nosotros podemos ser frágiles. Pero Alguien es más fuerte que todo, mucho más que todos los males del mundo: ése es Dios. Dios es fuerte y todo lo puede. Con él nos llenamos de vigor, pues tenemos su fortaleza como escudo y como protección. En él, todo lo podemos. "Todo lo puedo en aquel que me conforta", dice San Pablo.

Nuestra fortaleza se arraiga en la confianza en Dios. Si no confiamos plenamente en él, nos sentiremos débiles y abandonados. Una persona que se siente sola se siente abandonada por Dios… ¡qué triste, pues Él jamás nos abandona!

La fortaleza se fundamenta en la convicción. Estamos convencidos de ser hijos amados de Dios, y esto nos da fortaleza para resistirlo todo.

Las raíces de la fortaleza, con el empuje de la convicción –la fe- se hunden en la tierra que nos sostiene, que es el amor de Dios. Una planta es fuerte cuando crece en tierra buena y nutritiva. Pero son sus raíces las que ahondan para buscar el alimento y el sustento. Hundamos nuestras raíces en la buena tierra del amor de Dios.


Sunday, July 31, 2005

La virtud del espacio

Los seres humanos somos espaciales. El espacio es el otro gran don de Dios, junto con el tiempo, que hemos recibido. Nuestro cuerpo ocupa un lugar. Necesitamos un espacio vital, vivimos en un lugar concreto y nos movemos en él. Todos necesitamos un lugar para estar, para vivir, que consideramos nuestro hogar, nuestro pueblo, nuestra tierra. El espacio configura nuestra realidad física.

La virtud del espacio consiste en saber convertir el entorno que nos rodea en un espacio de cielo. Para ello tenemos al mejor maestro, el mismo Dios.

Dios ha creado el mundo. La naturaleza es hermosa. Todos nos sentimos a gusto en un paisaje natural y su belleza y armonía nos resultan gratas. Incluso un huerto o un jardín, aunque modificados por el hombre, son lugares agradables y placenteros. En cambio, las ciudades y las casas, que son creaciones humanas, no siempre son bellas y armoniosas.

Sabemos que el espacio condiciona nuestra calidad de vida y afecta nuestro estado de ánimo. Diversos estudios demuestran que, en las grandes ciudades, los barrios con mayor densidad de población son los que presentan mayor índice de violencia y criminalidad. Esto es debido en buena parte a la pobreza y a la inestabilidad de la población, pero todos sabemos que el hacinamiento provoca agresividad. Mucha gente en pocos metros cuadrados siente agredido su espacio vital, se torna hostil y está a la defensiva. También sabemos que un lugar desordenado y sucio invita a la dejadez, provoca cansancio y desidia, favorece el desorden mental, la pereza y la confusión. Incluso se ha estudiado el efecto que los colores, la luz y la disposición de los muebles ejercen en los habitantes de un hogar o en los trabajadores de empresas, despachos y comercios. El espacio, sin duda, nos influye y puede condicionar nuestra vida. Por eso es vital favorecer un entorno agradable para poder vivir mejor y más a gusto en nuestra piel.

¿Cómo lograr que nuestro entorno sea un espacio bello, agradable y, en definitiva, donde la gente pueda estar a gusto y se sienta acogida?

Quitar lo que sobra

En primer lugar, hemos de deshacernos de muchas cosas que no nos hacen falta y que, lejos de favorecer un mayor bienestar, estorban nuestro espacio vital. ¡Cuántas cosas inútiles almacenamos en nuestras casas y lugares de trabajo! ¡Cuántos rincones, cuántos armarios llenos de trastos, cuántas montañas de objetos que sólo ocupan lugar y acumulan polvo…!

Hagamos limpieza drástica y desprendámonos de todo aquello que no nos sirve. Dicen que, cuando algún objeto lleva más de un año en un hogar sin ser utilizado, casi seguro que está de más. No es necesario. Para vivir mejor, a menudo no necesitamos más, sino menos. Las casas deben tener espacio libre para moverse, para respirar, para vivir… Las casas no son museos ni exposiciones, sino lugares para habitar. Una casa tan llena de objetos delicados donde los niños no pueden correr, ni las personas pueden moverse sin andar con cuidado de no tropezar o romper algo, no están preparadas para vivir cómodamente en ellas. Pensemos en nuestro bienestar y en el de las personas que viven con nosotros. Liberémonos de ropas, papeles, recuerdos, objetos de adorno, máquinas, revistas… toda clase de objetos que ya no utilizamos y que no hacen más que ocupar un lugar innecesario. Cada primavera es un buen momento para renovarse y limpiar rincones, armarios y trasteros.

Esta práctica tiene mucho que ver con la virtud de la sobriedad. Simplifiquemos nuestra vida. No acumulemos tantas cosas. Al final, para vivir feliz, se necesitan bien pocas…

Limpieza

La segunda gran premisa para lograr un espacio de cielo es la limpieza. Nunca lograremos tener un hogar bello sin limpieza. No se trata de higiene compulsiva, sino de la limpieza que hace agradable un lugar: limpieza de aire, olores, polvo, suciedad… incluso de ruidos. El hogar debe respirar claridad, luz, sosiego, transparencia. La limpieza es un acto de delicadeza hacia los demás. A no todo el mundo le gusta limpiar… ¡pero todo el mundo valora una casa, un lavabo o un despacho limpio con todos los objetos relucientes!

Orden

El orden consiste en que “cada cosa debe tener su sitio, y cada sitio debe estar con su cosa”. El orden es armonía, espacio limpio y sensatez. Dice el Libro de la Sabiduría que la mujer fuerte, la mujer admirable, es la que “conoce los rincones de su casa”, es decir, la que sabe dónde encontrar cada cosa.

Hemos de decidir qué queremos tener y dónde vamos a guardarlo o tenerlo a mano. Ordenar consiste en colocar cada cosa en el lugar que le corresponde, evitando que se acumulen por el medio e interfieran en nuestro trabajo. Si alguna cosa que tenemos no tiene lugar, deberemos pensar en buscar uno… o preguntarnos si, realmente, hemos de tener ese objeto. Tal vez no lo necesitamos.

El orden evita dos males importantes. Por un lado, nos evita perder tiempo buscando las cosas que, como no están en su sitio y se acumulan sin ton ni son, nunca encontramos. Por otro lado, nos evita la sensación de estar sumidos en el caos. El caos es diabólico, pues nos quita claridad, alegría, lucidez y hasta las ganas de trabajar. ¿Cuántas veces no hemos empezado el día diciendo: ¡Dios mío! ¡Cuántas cosas! No sé por dónde empezar...? Nos desanimamos y, aún antes de hacer nada, ya estamos cansados. Con lo cual nuestro trabajo se resiente, no avanzamos en las faenas, nos sentimos frustrados porque no hacemos nada de provecho y a la vez tristes e irritados, porque nos hemos cansado inútilmente.

Orden. Orden en el espacio, poniendo cada cosa en su sitio. Y, previo a éste, orden en el tiempo, decidiendo qué tiempo vamos a dedicar a cada cosa… y cumpliendo nuestro plan (pero esto forma parte de la virtud del tiempo).

El orden también tiene otro sentido, que es la organización armónica del espacio a nuestro alrededor. No sólo se trata de tener nuestros cajones y armarios pulcramente ordenados, sino de distribuir los objetos de manera que nos sean útiles y accesibles cuando los necesitamos, nos dejen espacio vital para movernos y respirar, y resulten un conjunto agradable y armonioso. El orden también requiere de un poco de intuición y visión de la realidad. Ordenamos una sala en función de su forma, la luz natural que entra, el servicio que le daremos, los muebles o accesorios que necesitamos… No olvidemos, nunca, que el orden está al servicio de las personas, y no al revés. Así, a la hora de distribuir un espacio, pensaremos en el bienestar de sus ocupantes y en el trabajo o actividades que van a realizar en él.

Un toque de estética

Finalmente, cuando hemos conseguido orden, espacio, armonía, limpieza… llega el momento de ser un poco creativos, como lo es Dios, que es un gran artista, y de poner nuestro toque personal con una pincelada estética.

Ese toque de belleza puede parecer trivial e inútil… ¡pero cuánto se agradece y se valora cuando está presente! Es ese detalle: un cuadro, un espejo, una flor… No es necesario caer en barroquismos y sobrecargar de ornamentos un lugar. Cuanto más sobrio mejor. Pero es el pequeño matiz que da alegría y belleza a un espacio. Un lugar perfectamente limpio y ordenado, sin una sola mácula, pero falto de estos pequeños detalles, resulta frío e impersonal. El toque de estética le da la nota humana y acogedora.

En la estética del espacio la elegancia es clave. Como en el vestir, cuanto más discreta sea, mejor. Debe verse, pero no debe molestar ni saltar tanto a la vista que distraiga en exceso (a menos que deliberadamente queramos resaltar una obra de arte o algún elemento de la estancia). A menudo basta con una nota de color, una planta, una cortina o un pequeño detalle floral para dar un toque de distinción y de belleza a un hogar. No olvidemos que el exceso de ornamentación acaba siendo como la acumulación de objetos: cansa, agobia y acaba produciendo sensación de caos y confusión… ¡además de dar mucho trabajo para limpiar!

La mística del trabajo de casa

Y por último… ¡tengamos mucha paciencia! Cuando decidimos emprender un proceso de orden y limpieza de nuestros espacios vitales, a menudo nos encontraremos con muchos obstáculos y dificultades. Casi siempre el primero será decidir qué tirar y qué no, y nos encontraremos con que nos falta espacio para poner tantas cosas que debemos guardar… Tengamos calma. Seamos radicales en cuanto a tirar lo que realmente no necesitamos, pero calculemos también qué reformas o cambios deberemos hacer para hacer un sitio a cosas que tal vez necesitamos conservar pero aún no tienen su lugar en casa… Quizás deberemos liberar un armario, comprar una estantería o dedicar un espacio concreto a esos objetos… Tal vez deberemos cambiar el uso de una habitación. En todo, ¡paciencia! Mientras estamos en pleno cambio, el caos aún parecerá mayor. Pero, cuando finalicemos, nos sentiremos mucho mejor.

El orden y la armonía espacial contribuyen a la paz del espíritu. No diré que sean su causa directa, pero ayudan en gran manera. También el proceso de trabajar en el orden y en la limpieza es muy terapéutico y liberador, además de distraernos de nuestras preocupaciones.

Finalmente, creo que es un deber ético y cristiano trabajar para que nuestro entorno natural, urbano, del hogar y del trabajo, sea un poco más bello y ordenado. Hemos de trabajar para que nuestro espacio sea acogedor y limpio, y trasmita orden y paz. Pensemos que es una delicadeza hacia los demás. Todo el tiempo que invertimos limpiando, ordenando y haciendo faenas “de casa” no es un tiempo perdido. Diría que trabajar para crear un espacio agradable alrededor es algo muy grato a los ojos de Dios, pues estamos colaborando con él a disminuir el caos en el mundo. Gracias a ese esfuerzo, muchas personas se sentirán mejor. La tarea de limpiar, ordenar y pulir nuestro espacio es, en definitiva, una gran obra de caridad.

Sunday, July 17, 2005

¿Educar en valores o modelar conciencias?

En los últimos años la llamada educación en valores se ha convertido en un tema recurrente en los círculos políticos, educativos y sociales. Las organizaciones del tercer sector especialmente insisten en ello, pues a tratar con colectivos humanos en situaciones de riesgo ven de forma patente que el origen de muchas lacras sociales está en la falta de educación y de unos valores de referencia.

Pero, ¿de qué valores hablamos? ¿Qué entendemos por educación? Creo que el tema es lo bastante trascendente como para no tomarlo a la ligera ni confundir esta educación con otras realidades que, de forma latente, persiguen arraigarse fuertemente en nuestra sociedad. No deberíamos confundir la educación en valores con el adoctrinamiento ideológico.

Qué son valores

Cuando hablamos de valores, todo el mundo parece coincidir en que se trata de los llamados valores humanos. Pero a la hora de definirlos comienzan las discrepancias. Todos tenemos en los labios palabras como solidaridad, tolerancia, respeto, igualdad, paz, libertad... Pero, ¿sabemos qué significan? ¿Son universales estos valores? ¿Entendemos todos lo mismo por “paz” o por “justicia”, por poner dos ejemplos? Los valores humanos se sustentan en el concepto que tengamos del ser humano. Y el concepto de ser humano, aunque parece muy obvio, no es el mismo para todo el mundo.

Muchos sostienen que “los valores son relativos”. No hay nada absoluto, cada cultura tiene sus valores y creencias y no existe una verdad igual para todos. Incluso llegan a decir que cada persona tiene su propia verdad y sus valores particulares y singulares. La consecuencia extrema de este relativismo nos lleva a una disolución de los límites de la ética: todo puede ser bueno o malo, todo sirve, todo está bien, todo está permitido y todo depende, como rezaba la canción... Y ahí es cuando debemos detenernos y plantearnos una seria reflexión. Sabemos, por lógica natural, que hay cosas que no son correctas, que no deben permitirse, que no son lícitas. No necesitamos una ley para saber que matar es un acto reprobable y dañino. Nadie necesita decirnos que robar o mentir es inmoral. Nuestra razón natural es lo bastante sabia como para indicarnos perfectamente qué está bien y qué no.

Los valores son aquellas verdades en las que creemos y que sustentan nuestro código ético, nuestra forma de vivir y de pensar y nuestras decisiones. Los valores marcan un determinado estilo de ser y estar en el mundo. Por valores humanos debemos entender, a mi parecer, todos aquellos que contribuyen a la dignidad y a la felicidad del ser humano.

Educar y modelar

Nuestra naturaleza, tan versátil y con una enorme capacidad para el aprendizaje, es sumamente moldeable y necesita ser educada. Educar significa sacar afuera, es decir, estimular a la persona de tal manera que pueda desplegar su potencial y crecer en todas sus dimensiones humanas. A la hora de educar hay que tener en cuenta dos aspectos. Uno de ellos es tomar en consideración que la persona crece en varios sentidos: físico, intelectual, emocional, espiritual y social. Si descuidamos una sola de estas dimensiones, estaremos recortando el potencial de esa persona y su capacidad de vivir una vida plena. Por desgracia, nuestra civilización occidental se ha centrado enormemente en las vertientes física e intelectual, descuidando la tan nombrada inteligencia emocional, que ahora muchos están descubriendo, y aún más la dimensión espiritual, tan ignorada y denostada en los últimos tiempos, y que no tiene tanto que ver con ritualismos ni doctrinas, sino con algo más hondo e intrínseco de cada cual. La dimensión social del ser humano, que siempre se ha cultivado en todas las culturas tradicionales, ahora parece amenazada por diversas formas de individualismo y de aislamiento, paradójicas en esta era de la comunicación global.

Por tanto, si queremos educar, debemos potenciar estas cinco dimensiones de la persona humana, favoreciendo su crecimiento y evolución.

El otro aspecto clave en la educación es la libertad. Todo ser humano nace libre y digno. En su proceso de crecimiento necesita apoyos, especialmente durante su niñez y adolescencia, antes de poder ser autónomo para continuar su vida sin dependencia de sus progenitores y su familia. Educar implica amar, cuidar, alimentar, proteger pero también enseñar a ese niño que crece a ejercer progresivamente su libertad, conforme a su propia naturaleza y a sus potenciales. Educar no es “formar” o “conformar” la mentalidad de las personas a unas ideas o doctrinas. Pero para educar y potenciar es preciso encauzar y poner límites, ofreciendo criterios y razones que se conviertan en valores de referencia para los educandos. Se trata de que aprendan a pensar y a decidir de manera sólida y adulta, por sí mismos y sabiendo razonar su conducta, sin querer influenciarlos ni manipularlos.

No podemos hablar de una educación “neutral”, en el sentido que cada padre y cada educador está transmitiendo al niño unos valores, los suyos propios, y tiene el derecho a hacerlo. Privar al niño de referentes morales con la excusa de no quererlo “influenciar”, o con el pretexto que él escogerá sus propios valores cuando crezca es un serio error. Sería como dejar que un niño pequeño escogiera qué quiere comer, o si quiere ir a la escuela o no, sin obligarlo, esperando a que sea adulto para decidir si quiere aprender a leer o quiere alimentarse equilibradamente. Educar en libertad no equivale a educar sin criterios y sin normas. Un niño que crece sin referentes éticos coherentes y sin límites acabará siendo una personalidad desestructurada y sufrirá profundas angustias y crisis existenciales, falto de norte y de referentes en su vida. Los psicólogos advierten que los menores que no reciben una educación acompañada de la apropiada autoridad durante su infancia son potenciales psicópatas o inadaptados sociales en el futuro.

Educar en libertad no es privar al niño de valores ni de referencias morales. Pero estos valores deben serles mostrados con el vivo ejemplo y con sumo respeto. Nada hay más contraproducente para un pequeño que ver la incoherencia de sus padres y educadores cuando éstos “predican” una cosa y luego hacen otra. Por otra parte, los padres y maestros han de ver a los niños como seres únicos, que no tienen por qué responder a sus expectativas o ser fotocopias de sus progenitores o formadores. Han de aceptar su singularidad y sus diferencias como parte de su ser.

En la educación es primordial la figura del maestro o el educador. Dicen que más vale el ejemplo que mil lecciones. El progenitor o el maestro, con su actitud, con su persona, con su modo de hacer, está educando más que con sus palabras. El respeto a la libertad no significa que no deba mostrarle y explicarle sus propios valores, que pueden ser adoptados, libre y responsablemente, por el joven cuando crece.

Finalmente, no se puede educar si no hay afecto, estima profunda, amor, hacia la persona que se está educando. Y este amor debe ser generoso e incondicional, sin esperar retribuciones. La mejor recompensa para el educador auténtico es ver actuar libre y responsablemente, sin dependencias, a las personas que ha ayudado en su crecimiento.

El riesgo del adoctrinamiento

Cuando ciertas problemáticas desbordan a las familias y a la sociedad, se corre el riesgo, en nuestros países del estado del bienestar, de que el estado quiera asumir un rol que, en principio, no le corresponde. Es loable que el estado quiera hacer felices a sus ciudadanos y es su obligación velar por su calidad de vida. Pero el estado no debe ni puede substituir a la escuela ni a la familia. El derecho que muchos padres reclaman de poder elegir libremente la educación y la escuela que desean para sus hijos es muy legítimo y respetable. “Papá estado” no puede suplantar al maestro, a los padres o a la familia, y mucho menos convertirse en adalid de nuevas doctrinas que se van inculcando a los menores a través de los centros de enseñanza públicos. Papá estado no resolverá la violencia en las aulas ni el fracaso escolar a golpe de leyes, porque el problema de la educación de los jóvenes tiene raíces muy profundas que se escapan a la administración. Inculcar determinadas ideologías concretas a la ciudadanía a través de leyes, libros de texto y otras campañas más o menos explícitas es más propio de los regímenes dictatoriales que de las democracias modernas. Creo que hemos de ir con cuidado, no sea que la tan nombrada “educación en valores” se convierta en una especie de formación ideológica, conformada con las doctrinas del partido de turno que está en el gobierno. De la misma manera que no aceptamos el fanatismo religioso ni la imposición de creencias, tampoco debemos aceptar, sin más, la imposición de ideas políticas de uno u otro signo, que no son compartidas por todos los ciudadanos y que no tienen por qué ser las mejores o las únicas para el bien de la sociedad. Como mínimo, en un estado democrático, debería darse la opción a rechazar la ideología dominante de turno y a poder manifestar y elegir otras opciones educativas diferentes a las que impone el estado, considerándolas con sumo respeto, por muy diversas que sean. La tolerancia debe ser ejercida por todos, y especialmente por el gobierno, que, aunque pertenezca a un partido dominante, ha de ser muy consciente que está gobernando a todos los ciudadanos, incluidos los que no piensan como él.