¿Beneficencia o integración? Un debate sobre solidaridad.
El debate
Desde hace tiempo, las organizaciones humanitarias sostienen un debate muy animado, que trae consigo importantes implicaciones sociales. ¿Hasta qué punto debemos ayudar a los más desfavorecidos? ¿Hasta dónde llega la beneficencia y dónde comienza el camino de la integración social? ¿Acaso con nuestra actuación estamos perpetuando situaciones de pobreza, en lugar de paliarlas? ¿Cómo llevar a cabo una acción de auténtica integración social?
A quienes atacan a ciertas ONG y un concepto mal entendido de “caridad” no les falta razón cuando denuncian el paternalismo y una forma de ayudar que, en realidad, no hace más que aliviar momentáneamente el sufrimiento de la persona, pero no contribuye a resolver su problema. Hoy día, prácticamente todas las organizaciones llamadas del “tercer sector” están de acuerdo en que hay que dar la caña y enseñar a pescar, antes que dar pescado. Se busca luchar contra la pobreza dando recursos y oportunidades a las personas que tienen menos, para que un día lleguen a ser autónomas y disfruten de una calidad de vida digna. Dar indiscriminadamente, en realidad, no ayuda, sino que acomoda la pobreza y perpetúa situaciones de miseria crónica.
La integración
Esta filosofía de fondo repercute y aún ha de tener un impacto mayor en el mundo de la solidaridad. Si deseamos que aquella persona a quien ayudamos se integre, no podemos perder nunca de vista que ya tiene una dignidad, un potencial y unas capacidades, aún antes de “integrarse”. No podemos tratarla con lástima ni con compasión. No podemos victimizarla. Debemos darle un apoyo, pero sin menospreciar sus propios recursos. Aún más, si queremos verdaderamente ayudar a la otra persona, deberemos exigir que ella también ponga algo de su parte. No conseguiremos que alguien se integre si previamente no lo desea y no está dispuesto a luchar por ello. Y esto nos lleva a una selección, aunque no nos guste: no podemos ayudar a todo el mundo ni de cualquier manera. Es decir, no podremos ayudar a una persona que no desea ayudarse a si misma y que no acepta ser ayudada de la forma adecuada, y no de la forma que más le agrada. La verdadera ayuda, como la auténtica educación, supone un estímulo acompañado de un estirar a la otra persona. Pide un esfuerzo también por su parte. Es este esfuerzo lo que hará crecer a la otra persona y alcanzar sus metas personales. En realidad, las ONG no somos madres protectoras, sino maestros que guían, orientan y ofrecen formación y apoyo para que las personas que no pueden avanzar por si solas puedan, un día, levantarse y caminar sin ayuda. Haciendo una comparación simple, las ONG somos esas pequeñas ruedas que se colocan en las bicicletas de los niños, como soporte mientras aprenden a pedalear. Cuando el niño ya domina la bicicleta, las ruedecillas auxiliares son innecesarias, se pueden quitar y él puede ir tan lejos como lo desee. Este debe ser el papel de las organizaciones que se dedican a la integración social.
Lo que llamamos caridad
Dicho esto, no quisiera menospreciar el papel, importantísimo también, de aquellas instituciones que, a pesar de todo, continúan dedicándose a la caridad, puramente. Es decir, que ayudan a personas atendiendo a sus necesidades básicas, independientemente de que algún día salgan o no de la pobreza. Sólo porque no trabajan por la tan afamada “integración” creo que no podemos rechazarlas ni censurarlas. ¿Tal vez contribuyen a aumentar la pobreza y las desigualdades? No me atreviría a afirmarlo. Pero hemos de ser realistas y admitir un hecho, aunque no sea políticamente correcto: algunas personas, un pequeño porcentaje de nuestra sociedad, nunca van a integrarse del todo. Y no sólo porque no pueden, o porque están muy limitadas, sino porque, en algunos casos, no quieren. Existen personas que, aunque suene duro decirlo, eligen estar fuera del sistema. Tal vez lo hacen por traumas personales o familiares, por enfermedad, por rechazo... o incluso por filosofía. ¡No podemos juzgarlas! Pero, aunque su conducta sea tachada de antisocial, no podemos barrer a esas personas del mapa ni ignorar su existencia. Están ahí, son seres humanos y tal vez nunca alcancemos a comprender el misterio de su dolor interior que los ha llevado a vivir en la cuneta. Por el simple hecho de existir, esas personas también merecen un trato digno, una palabra amable, una mirada de afecto. Aunque nunca lleguen a integrarse. Son seres humanos. Si una sociedad no sabe tratar con dignidad a sus miembros más vulnerables y abatidos, podemos decir que esa sociedad está amenazando una grave crisis.
Por esto considero que las organizaciones de beneficencia pura, aquellas que se limitan a dar de comer, de vestir, o simplemente proporcionan un espacio de calor y amistad a los transeúntes, son necesarias, son oportunas y son una maravillosa escuela de humanidad. Quizás el ejemplo más hermoso de ello lo tengamos en las casas fundadas por la madre Teresa de Calcuta, a la que nadie ha visto con ojos indiferentes. Su misión era bien “inútil”, en nuestros parámetros de productividad o rentabilidad social. En sus casas, no solamente no se integra social o laboralmente, sino que se acoge a personas que ni siquiera van a vivir... Muchas veces, ni tan sólo podrán ser alimentadas ni curadas. Simplemente habrán recibido, antes de su muerte, unas gotas de cariño desinteresado y generoso. ¿Puede haber misión más bella que procurar un poco de amor a seres moribundos, sin esperanza, antes que abandonen la vida?
Hecha esta reflexión, pienso que beneficencia e integración no son opuestas, ni deben suponer un dilema en el mundo de la solidaridad. Más bien son dos enfoques diversos que no tienen por qué enfrentarse. Las organizaciones pueden optar por una línea de acción o por la otra. Incluso, en ocasiones, pueden optar por ambas, diversificando acciones, como es el caso de Cáritas y otras grandes ONG. Ambas son complementarias y necesarias. El trabajo por hacer es mucho y admite las dos opciones.
Desde hace tiempo, las organizaciones humanitarias sostienen un debate muy animado, que trae consigo importantes implicaciones sociales. ¿Hasta qué punto debemos ayudar a los más desfavorecidos? ¿Hasta dónde llega la beneficencia y dónde comienza el camino de la integración social? ¿Acaso con nuestra actuación estamos perpetuando situaciones de pobreza, en lugar de paliarlas? ¿Cómo llevar a cabo una acción de auténtica integración social?
A quienes atacan a ciertas ONG y un concepto mal entendido de “caridad” no les falta razón cuando denuncian el paternalismo y una forma de ayudar que, en realidad, no hace más que aliviar momentáneamente el sufrimiento de la persona, pero no contribuye a resolver su problema. Hoy día, prácticamente todas las organizaciones llamadas del “tercer sector” están de acuerdo en que hay que dar la caña y enseñar a pescar, antes que dar pescado. Se busca luchar contra la pobreza dando recursos y oportunidades a las personas que tienen menos, para que un día lleguen a ser autónomas y disfruten de una calidad de vida digna. Dar indiscriminadamente, en realidad, no ayuda, sino que acomoda la pobreza y perpetúa situaciones de miseria crónica.
La integración
Esta filosofía de fondo repercute y aún ha de tener un impacto mayor en el mundo de la solidaridad. Si deseamos que aquella persona a quien ayudamos se integre, no podemos perder nunca de vista que ya tiene una dignidad, un potencial y unas capacidades, aún antes de “integrarse”. No podemos tratarla con lástima ni con compasión. No podemos victimizarla. Debemos darle un apoyo, pero sin menospreciar sus propios recursos. Aún más, si queremos verdaderamente ayudar a la otra persona, deberemos exigir que ella también ponga algo de su parte. No conseguiremos que alguien se integre si previamente no lo desea y no está dispuesto a luchar por ello. Y esto nos lleva a una selección, aunque no nos guste: no podemos ayudar a todo el mundo ni de cualquier manera. Es decir, no podremos ayudar a una persona que no desea ayudarse a si misma y que no acepta ser ayudada de la forma adecuada, y no de la forma que más le agrada. La verdadera ayuda, como la auténtica educación, supone un estímulo acompañado de un estirar a la otra persona. Pide un esfuerzo también por su parte. Es este esfuerzo lo que hará crecer a la otra persona y alcanzar sus metas personales. En realidad, las ONG no somos madres protectoras, sino maestros que guían, orientan y ofrecen formación y apoyo para que las personas que no pueden avanzar por si solas puedan, un día, levantarse y caminar sin ayuda. Haciendo una comparación simple, las ONG somos esas pequeñas ruedas que se colocan en las bicicletas de los niños, como soporte mientras aprenden a pedalear. Cuando el niño ya domina la bicicleta, las ruedecillas auxiliares son innecesarias, se pueden quitar y él puede ir tan lejos como lo desee. Este debe ser el papel de las organizaciones que se dedican a la integración social.
Lo que llamamos caridad
Dicho esto, no quisiera menospreciar el papel, importantísimo también, de aquellas instituciones que, a pesar de todo, continúan dedicándose a la caridad, puramente. Es decir, que ayudan a personas atendiendo a sus necesidades básicas, independientemente de que algún día salgan o no de la pobreza. Sólo porque no trabajan por la tan afamada “integración” creo que no podemos rechazarlas ni censurarlas. ¿Tal vez contribuyen a aumentar la pobreza y las desigualdades? No me atreviría a afirmarlo. Pero hemos de ser realistas y admitir un hecho, aunque no sea políticamente correcto: algunas personas, un pequeño porcentaje de nuestra sociedad, nunca van a integrarse del todo. Y no sólo porque no pueden, o porque están muy limitadas, sino porque, en algunos casos, no quieren. Existen personas que, aunque suene duro decirlo, eligen estar fuera del sistema. Tal vez lo hacen por traumas personales o familiares, por enfermedad, por rechazo... o incluso por filosofía. ¡No podemos juzgarlas! Pero, aunque su conducta sea tachada de antisocial, no podemos barrer a esas personas del mapa ni ignorar su existencia. Están ahí, son seres humanos y tal vez nunca alcancemos a comprender el misterio de su dolor interior que los ha llevado a vivir en la cuneta. Por el simple hecho de existir, esas personas también merecen un trato digno, una palabra amable, una mirada de afecto. Aunque nunca lleguen a integrarse. Son seres humanos. Si una sociedad no sabe tratar con dignidad a sus miembros más vulnerables y abatidos, podemos decir que esa sociedad está amenazando una grave crisis.
Por esto considero que las organizaciones de beneficencia pura, aquellas que se limitan a dar de comer, de vestir, o simplemente proporcionan un espacio de calor y amistad a los transeúntes, son necesarias, son oportunas y son una maravillosa escuela de humanidad. Quizás el ejemplo más hermoso de ello lo tengamos en las casas fundadas por la madre Teresa de Calcuta, a la que nadie ha visto con ojos indiferentes. Su misión era bien “inútil”, en nuestros parámetros de productividad o rentabilidad social. En sus casas, no solamente no se integra social o laboralmente, sino que se acoge a personas que ni siquiera van a vivir... Muchas veces, ni tan sólo podrán ser alimentadas ni curadas. Simplemente habrán recibido, antes de su muerte, unas gotas de cariño desinteresado y generoso. ¿Puede haber misión más bella que procurar un poco de amor a seres moribundos, sin esperanza, antes que abandonen la vida?
Hecha esta reflexión, pienso que beneficencia e integración no son opuestas, ni deben suponer un dilema en el mundo de la solidaridad. Más bien son dos enfoques diversos que no tienen por qué enfrentarse. Las organizaciones pueden optar por una línea de acción o por la otra. Incluso, en ocasiones, pueden optar por ambas, diversificando acciones, como es el caso de Cáritas y otras grandes ONG. Ambas son complementarias y necesarias. El trabajo por hacer es mucho y admite las dos opciones.